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Republicana y blasfema

Las revoluciones francesa, que arrancó en 1789, y americana, que lo hizo la década anterior, pulverizaron el Antiguo Régimen y edificaron el mundo contemporáneo que todavía rige nuestras vidas, al menos en teoría: separación entre Estado e Iglesia, libertad de creencia y de expresión, fin del poder absoluto del monarca —y en muchos casos, hasta del monarca, literalmente—, etc.
Y sin embargo, algunas de las ideas que hace más de dos siglos triunfaron continúan sin acabar de llegar del todo a algunos países, incluso occidentales, cuando ha transcurrido ya un cuarto del siglo XXI.
Una de estas ideas que se impusieron ya en el siglo XVIII pero que no ha llegado del todo a muchos lugares es el sinsentido de mantener la blasfemia —es decir: la burla, incluso salvaje, de los iconos y creencias religiosas— como delito: en los nuevos regímenes surgidos de la Ilustración, las creencias religiosas son necesariamente cuestiones privadas y ninguna puede quedar a salvo de la crítica o de la mofa de quienes no compartan los dogmas, por muy hiriente que sea. Es la base misma de las sociedades abiertas.
La primera Constitución de Francia, que fue aprobada en 1791 por la Asamblea Constituyente con que arrancó la revolución, ya consagró estos principios de neutralidad del Estado y la religión católica, cuya doctrina quedó fuera de las normas legales. Incluida ya la blasfemia, que obviamente dejó entonces de ser delito. El carácter laico del Estado francés quedó absolutamente blindado con una ley específica, de 1905, que sigue siendo referencia de modernidad pese a que ha transcurrido ya más de un siglo desde su aprobación.
No obstante, tantísimos años después la blasfemia aún es delito en muchos países y en algunos incluso te puede costar la vida. Las leyes en Afganistán, Pakistán e Irán, entre otros, son terroríficas y las ejecuciones extrajudiciales por este motivo están a el orden del día, amparadas a menudo por las autoridades y por los policías de la moral, como el terrible asesinato de Masha Amini, la joven iraní detenida por llevar mal puesto el hiyab. Esta muerte desencadenó una auténtica revolución de las mujeres iraníes, que hicieron tambalear el régimen de los ayatolás, aunque no lograron hacerlo caer.
Los fundamentalistas islamistas han llevado su violencia en la persecución de “blasfemos” también a las sociedades occidentales, con fetuas como la sufrida por el escritor Salman Rushdie en 1989, que casi le cuesta la vida al ser apuñalado en 2022 en Nueva York; el brutal atentado contra la redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo, con 12 muertos; o los inconcebibles asesinatos en el centro de grandes ciudades europeas, como el del cineasta Theo Van Gogh en Ámsterdam y el profesor de instituto Samuel Paty en la periferia de París, entre otros.
Además, la persecución de la “blasfemia” está todavía sólidamente instalada en países teóricamente más secularizados y prooccidentales, como Marruecos y Turquía, donde en 2025 se impulsaron causas penales contra librepensadores que muestran un escenario de involución: en Marruecos fue condenada a dos años y medio de cárcel por blasfemia la feminista Ibtissam Lachgar por lucir en una camiseta la frase “Alá es lesbiana”, mientras que en Estambul detuvieron a cuatro trabajadores de la revista satírica LeMan por una viñeta con referencias esquivas al profeta Mahoma.
Esta actitud reaccionaria y de supervivencia de la “blasfemia” como delito no se limita a los entornos ultrarreligiosos islamistas, como normalmente se argumenta en los medios occidentales. También algunos países cristianos siguen ajenos a los vientos de la Revolución francesa en este asunto, aunque ciertamente sin condenas a muerte, como saben bien las Pussy Riot en la Rusia ortodoxa de Putin y tantos cómicos y librepensadores en España, que permanentemente deben comparecer en el juzgado como imputados por un delito de “ofensa a los sentimientos religiosos”, el eufemismo que sigue constando en el Código Penal vigente, equivalente a la “blasfemia”.
Mongolia ha sido también una víctima de este acoso contra la disidencia perpetrado sistemáticamente por organizaciones ultra como Hazte Oír, Abogados Cristianos y Manos Limpias, con la complicidad de no pocos sectores de la judicatura y, de alguna manera, también del Gobierno progresista, que sigue siendo incapaz de reformar la ley para eliminar los artículos más ultramontanos, lo que permitiría a España insertarse, por fin, en la misma tradición que triunfó en Francia en el lejano 1789. No es un problema simbólico, sino con efectos bien prácticos: el fomento de la autocensura. Y en ocasiones, como en el caso del Coño Insumiso de Málaga, con condenas abracadabrantes muy reales.
De la fase más intensa de la Revolución francesa surgió incluso un calendario nuevo, que aspiraba a reorganizar la vida alrededor de los ciclos de la naturaleza y no de los dogmas religiosos. La experiencia duró poco —Napoleón la finiquitó—, pero durante el siglo XIX quedó instalado en el imaginario emancipador y revivió brevemente durante la Comuna de París. Como cada año, Mongolia recupera ese calendario como homenaje a tantos “blasfemos” que se dejaron la vida y lo hace compatible con el convencional (gregoriano) para que la locura mongola no sea incompatible con la vida en sociedad. También es un homenaje a los avances de la física cuántica: prepárate para vivir simultáneamente en el año 2026 y en el 234 (jacobino): ¡Viva!
Es muy probable que semejante cambalache no le hiciera ninguna gracia a Robespierre, pero estamos tranquilos porque sigue durmiendo el sueño eterno.
¡Blasfememos, que el mundo se acaba!
¡Viva 2026! ¡Viva 234!
¡Viva Mongolia!
¡Vamoooooooo!
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