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Clase de yoga

Angelo della Mirandola aparcó su viejo Ford Kuga de gasoil en el parking del pueblo de Piedratruit, ciertamente. Sin bajar del vehículo, con la ventanilla unos centímetros bajada, para disimular la espera, hizo como quien busca los AirPods, mientras que con el rabillo del ojo estaba atento a que llegara el coche de Jacinto Tristón.
A sus 70 años recién cumplidos, a della Mirandola le daba vergüenza entrar solo al pabellón multiusos de Piedratruit, ciertamente. Una vez entró en el bar del recinto para beber una naranjada e ir al lavabo, tuvo la sensación de que todo el mundo lo miraba como si fuera el abanderado olímpico de la delegación española o un constitucionalista, ciertamente.
Hubiera preferido ser en aquel instante funesto un pobre de pedir que se vuelve mágicamente invisible cuando se acerca a pignorar a la ciudadanía. La buena gente esquiva al menesteroso y levanta el hocico al cielo en señal de piedad y amor al prójimo. A él le hubiera gustado esto, ciertamente.
Entrando junto con Tristón al pabellón, el pánico ya no le subiría por todo el cuerpo hasta el cogote. Della Mirandola era de Vicenza, una ciudad en la región italiana del Véneto, y a pesar de llevar bastantes años viviendo en Piedratruit, aún era un cuerpo extraño para el metabolismo del indigenado territorial, ciertamente.
Después de llegar con su coche eléctrico al parking, Jacinto Tristón, mucho más joven que el italiano, lo saludó con un leve gesto de elevación con las manos hasta la altura de su cintura, al mismo tiempo que exhalaba una leve onomatopeya atonal. Señal de que ese día Tristón estaba de un ánimo dicharachero, ciertamente.
Así iniciaron los dos la marcha hacia el pabellón. Lo que no sabía della Mirandola era que a Tristón también le afectaba un pánico similar. A Tristón le daba vergüenza que le vieran entrar solo al pabellón para ir al cursillo de yoga organizado por el ayuntamiento en que la mayoría de inscritos eran mujeres del pueblo. Como Angelo della Mirandola era extranjero, entrar junto a él le daba un aire más europeo, más progresista, woke y concienciado, ciertamente.
–Vamos a ver que pasaaa, ¿eh? –dijo della Mirandola.
Tristón respondió con una leve subida de hombros.
–Maestro japonés me enseñó todo yoga ma muchos años ya, y ya no me acuerdo. A ver, a ver qué passa con profesoraaa. No la conozco. No sé si es muy professional o solo una copia de una copia, ¿eh? Yo he estado casi un mes en Japón con maestro japonés para aprender lucha y máscaras de teatro, ma diferencia con professora el era Maestro dei maestri –prosiguió el italiano con orgullo.
Tristón, más alto que él, hizo una torsión con la cabeza hacia abajo como signo de atención y empatía y volvió a colocarla inmediatamente sobre las cervicales, ciertamente.
Los dos entraron en la sala preparada para la clase de yoga con cierto canguelo y turbación. Tenían la sensación de profanar un lugar sagrado, ciertamente.
La sala estaba vacía, pero se oían las voces de las participantes del cursillo, que fueron saliendo una a una del vestuario capitaneadas por la profesora de yoga, que salió con decidido paso legionario sin parar de reír, mostrando una dentadura equina, poderosa y reluciente.
Encontraron a Tristón y a della Mirandola, serios, dignos; quietos y plantados uno al lado de otro, como dos conos de señalización de ‘Atención obras’ y con la estelada descolorida colgada de la viga maestra del pabellón, también quieta sobre sus cabezas. Como guía textil del camino a seguir, ciertamente.
Las demás participantes del cursillo empezaron con desgana a tumbarse por el suelo exclamando quejas dolientes de distintas intensidades:
–El menisco no aguanta la torsión de la rodilla y me duele –dijo Eva.
–No hemos empezado y ya estoy cansada –comentó Lurdes.
–Siento un picor en las plantas de los pies que parecen ortigas –protestó Luisa.
–La prótesis, la prótesis que no me acepta –se lamentó Pilar.
–El tendón, que está rígido y no me deja hacer el gesto con soltura –exclama Menchu.
–¡Chicas! A mí no me duele nada, ¡yo solo vengo a desconectar para ser yo misma y que me dejen en paz! –dijo con seguridad Perpetua.
Todo el mundo se tumbó sobre el suelo para iniciar la sesión de yoga. Della Mirandola lo hizo con cierto estilo denotando experiencia en estos eventos.
Tristón, inarmónico, se dobló sobre sí mismo y se aplastó sobre el suelo todo lo largo que le daba el cuerpo.
Boicop, atenta a la posición de sus alumnos, ordenó a Tristón que volviera a levantarse para ponerse en un extremo del semicírculo formado para así tener más espacio, ciertamente.
Tristón se levantó rápido del suelo sin ningún problema aparente, pero, de golpe, le sobrevino un mareo fulminante que lo hizo caer a plomo sobre el cuerpo de Perpetua, que ya estaba dando lo mejor de sí misma, con los ojos cerrados en estado de relajación o durmiendo profundamente, no se sabe muy bien, ciertamente.
El impacto del duro cuerpo de Tristón desplomándose sobre el suyo la despertó ipso facto, dejándola lastimada del muslo derecho y de las dos rodillas. Después vino la segunda andanada: la cabeza de Tristón impactó en la cara y la nariz de Perpetua, dejándola K.O.
Tristón quedó tumbado sobre ella en la posición del misionero, exhausto y también K.O., ciertamente.
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